Capítulo I
Dolores Quesada contaba ya con cincuenta y cuatro años y de su verdadero yo, solo quedaba su aliento. De tez blanquecina, sus ojos negros se insinuaban en su rostro como si pretendieran salirse de sus órbitas, impidiéndoselos unas cejas perfectamente alineadas. Su mirada, era imposible de mantener sin sentirse intimidado. Solo cuando dormía, Dolores Quesada dejaba de ser la hermana Soledad, y eso, le permitía ausentarse durante al menos unas horas de un mundo que imaginó distinto. El destino en cambio, tenía preparado un atajo para ella, y la condujo a una vida llena de austeridad, sacrificio y benevolencia hacia los demás, olvidándose de sí misma. Atrás quedaba el miedo de una niña de dieciséis años, condenada por su padre desde que naciera.
El llamador forjado de la antigua puerta de roble del Convento de las Hermanas Descalzas, maltratado por el paso del tiempo, latía por sí mismo cada vez que el viento o algún carro cargado con botas de vino de la bodega Domecq, lo hacían vibrar al pasar por el adoquinado de la cuesta del Espíritu Santo. Apenas si unos rayos de luz acariciaban el frío medieval de las celdas, las hermanas ponían fin a su recogimiento al que se sometían cada día, preparándose para su rezo vespertino. La humedad y el silencio, se instalaron en el convento incluso mucho antes de que este existiera. Era imposible no escuchar alguna hermana toser mientras se preparaban para sus quehaceres diarios. De forma casi inconsciente, mientras se adecentaban y se ajustaban el cinto de un hábito insulso y decolorado, las novicias en sus celdas lanzaban una mirada de anhelo por las ridículas y estrechas ventanas orientadas hacia el este. Cada celda, rica en austeridad, contaba con un crucifijo de madera colgado sobre el cabecero de una pequeña cama de noventa, cubierta por una manta zamorana de color gris con pelotillas asimétricas en sus bordes y, una sábana blanca plegada de forma rigurosa. Debajo de la ventana, un pequeño reclinatorio de madera apolillado, servía a veces de perchero mientras no se utilizaba para gastar las horas en rezos por parte de las hermanas. Un armario para varias mudas con un tirador mohoso, completaban la vida de las inquilinas del convento, aisladas totalmente de la realidad.
Una vez colocada la toga en la cabeza y comprobado a tientas que ningún cabello asomara por fuera, las hermanas se apresuraban para acudir al baño que se había rehabilitado y, que años atrás, formaba parte de la biblioteca de las religiosas. De forma ordenada para no interferir en el estricto horario militar que lo regía todo, iban aferrándose cada mañana a ese momento. Durante unos minutos, veían reflejados sus rostros en un pequeño espejo ovalado, colocado encima de un lavabo nacarado que a veces y según el frío de la época, terminaba atascado por el hielo acumulado en las tuberías del desagüe que llegaba hasta el final del jardín trasero. Allí, podían ver sus rostros, algunos canos, otros aún rosados, unos alegres y otros serios, pero en su mayoría, llenos de fe.
El silencio de la siete de la mañana, se rompía con el paso aligerado de las novicias sobre las losas que encajaban como piezas antiguas de un puzle interminable y que conducían a una pequeña capilla de estilo barroco restaurada años atrás por donaciones particulares. Sin duda alguna, la orden de las Hermanas Descalzas contaba con el apoyo del cabildo de la ciudad, así como de las mejores familias religiosas y pudientes de la región. No en vano, la orden religiosa tenía la fama, más que ganada, de ser la de las «señoras o damas», pues no ingresaban en ella más que doncellas de contrastada reputación.
Pese a la apariencia lúgubre y sombría del exterior, antes de que el sol pudiera desmentirlo en su fachada, las hermanas cuidaban cada detalle con una meticulosa disciplina establecida en las reglas del buen hacer que la Madre Superiora había cultivado desde hacía décadas. Era imposible ver un tiesto sin regar o una hoja sin barrer a media mañana. La escarcha aún visible entre las hojas caídas del viejo almendro del jardín principal, junto al huerto, auguraban un día frío, como el de los últimos años en los que las plegarias de la hermana Soledad, se habían convertido en simple monotonía, perdidas en un mar de ira e incomprensión. Eran tiempos difíciles para la congregación. La única fuente de ingresos con la que contaban era la venta directa de verduras y dulces artesanos que cada miércoles ponían a la venta, no más allá de las nueve de la mañana, todo ello, bajo el amparo de los responsables del cabildo, que miraban para otro lado según terciara. Eso, y mover el patrimonio que, en épocas de bonanza, la congregación había invertido en obras de arte donadas o financiadas por las familias de más lustre de la ciudad a través de un despacho de abogados, que también atendía las necesidades jurídicas de las religiosas. Pese a la austeridad del convento y de las hermanas, nadie hubiese pensado la fortuna que se movía entre esas frías paredes.
Esa mañana, la llamada al rezo sonó demasiado tenue entre los murmullos de las hermanas que acompañaban a la Madre Superiora en sus peores momentos desde hacía días. Todas sabían tras la última visita de don Carlos —uno de los mejores médicos de la ciudad y que de forma altruista pasaba consulta una vez a la semana en el convento— que su final estaba por llegar más pronto que tarde, aunque muchas de las novicias, seguían teniendo un halo de esperanza en su recuperación. Las cuentas del rosario de cada una de ellas no paraban de saltar entre los dedos. Era cuestión de horas, quizás de menos, y con su marcha, se iría la única posibilidad que la hermana Soledad tenía para recuperar una vida que había perdido siendo niña.
Se lamía las heridas por dentro, y ese sabor a naftalina rancio que tenía, le recordaba la mirada de su padre. Era como si no hubiera un mañana. Por un motivo u otro, por extraño que pareciera, su muerte podría ser la cura de un corazón castigado y afligido desde hacía casi cuarenta años, tantos como los que llevaba de clausura. Para la hermana Soledad, ya no quedaba un mañana. La única posibilidad de rehacer una vida rota, se diluía en el tiempo a medida que la Madre Superiora iba perdiendo la suya. La desesperación llevó a Dolores Quesada a la celda de hospitalización que tenían las hermanas preparadas para situaciones como las que acontecían. Se acercó sigilosamente y, sentada al borde de la cama donde la priora respiraba de forma entrecortada, realizó un último intento de sanar una herida que se mantenía demasiado tiempo abierta.
—¡Por Dios, madre! ¿Acaso no he tenido ya suficiente penitencia? —rogaba la monja entre susurros mirando a los ojos confusos de la Madre Superiora.
Con la mirada ida, sin apenas fuerzas para mover los labios, de forma leve y con la misma voz de malnacida que tenía desde la primera vez que la escuchó al ingresar en la orden, dilapidó las pocas esperanzas que le quedaban.
—Hermana, su hijo goza de una vida llena de posibilidades, la que usted no hubiera podido darle jamás.
Hizo una pausa para tomar aire, pero este se le escapaba entre los poros. Con los labios secos y entrecortados por la fiebre que sufría desde hacía una semana, casi sin voz y en la penumbra de sus últimos momentos, tuvo la arrogancia que toda su vida había cosechado.
—Deje de buscar lo que no existe y siga su camino de penitencia en paz —susurró la Madre Superiora expiando sus pecados con casi su último aliento.
La hermana Soledad, en un arrebato de dolor, se acercó y posó su mejilla junto al oído de la priora y de forma pausada, con la única intención de que ésta la oyera perfectamente pese a su situación, descargó todo el odio acumulado durante tantos años.
—Madre, cada mañana, mis entrañas se consumen de dolor por no saber el paradero de mi hijo. Quiera Dios que arda usted en el infierno durante tanto tiempo como dure mi purgatorio en vida —escupió desde lo más hondo de su ser Dolores Quesada.
Se levantó no sin antes darle un beso en la frente. Confundida por las palabras que había escuchado, terminó de colapsar su ya debilitada existencia. Lanzó una mirada de auxilio buscando a la hermana Soledad sin hallarla presente. Parpadeó lentamente derramando una lágrima tan negra como su hipocresía y dejó que su aliento se diluyera entre las plegarias de las hermanas que la asistían. Finalmente, a las diez y veinte de la mañana del trece de marzo de mil novecientos ochenta y ocho, doña Agustina del Cerro y Galán, como así firmó don Carlos en su acta de defunción, dejó de existir sin más compañía que los secretos que se llevaba y las hermanas del Consejo de Gobierno de la congregación.
La hermana Soledad hacía días que buscaba cualquier indicio, documento o evidencia que la pusiera en el camino para encontrar a su hijo. Doña Agustina, nunca le dio los privilegios que le correspondían, aunque gozara de plena confianza para el Consejo de Gobierno. Jamás estuvo más de quince minutos en el despacho de la priora antes de que falleciera. Aun así, sabía de memoria qué baldosa resbalaba, cuál crujía y que puerta debía o no abrir. Después de tantas décadas allí, podía andar por el convento a ciegas.
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