Haberlas, haylas.
Las diversas formas de traición a las que una persona, sea del género que más lo represente —no vayamos a ofender alguien— pueda estar sometida, son diversas, y cada una de ellas, tiene su aquel.
Históricamente, la traición ha sido uno de los pasatiempos más utilizados por el ser humano. La ambición, el deseo, la venganza, el amor, el poder…
Podemos citar infinitas frases de personajes históricos en las que, en un ejercicio por recordar el griego o el latín, nos haría sentir nostálgicos y a la vez creernos parte de ese grupo de la población que se levanta con la superioridad necesaria y suficiente, como una condición matemática, para sentirse realizados ante la inseguridad que les acoge a diario, como pobres diablos sin tridente, pero con la maldad justa para joder a quien se tercie; preferible traicionar a ser traicionado.
Autores griegos, romanos, escritos medievales y autores contemporáneos, tildan la traición como un virus canallesco, suspendido en el aire que respiramos y del cual, en cualquier momento, podemos contagiarnos, bien para convertirnos en traidor, bien para quedarnos jodidos por la traición sufrida.
Hay traiciones que duelen según toque. La ambición por acaparar más poder, una bolsa de monedas de plata de mayor tamaño o un puesto de trabajo donde las vistas tengan una mejor panorámica a final de cada mes, son de las que se ejecutan con mayor rapidez y pese a que cicatrizan rápido, duele el haber confiado en alguien que se convierte en un simple ente que vaga con tanta altivez como miedo por perder su condición. Pese a todo, la persona traicionada, con el tiempo, incluso llega a perdonar, aunque nunca olvide la jodienda. De ahí que, en muchas ocasiones, la venganza, dilatada en el tiempo, disfrazada de palmaditas en la espalda, buenas palabras y una zancadilla que no se espera, acabe con el cazador, cazado en su misma madriguera.
De las traiciones por deseo, por amor y otros menesteres, cada cual tiene su punto de vista. Hay traiciones entre hermanos, entre padres e hijos, entre parejas, entre amigos y, todas ellas, al fin y al cabo, denotan la deslealtad por algo tan efímero como es el disfrute personal a cambio de perder aquello que tanto costó conseguir. Que cada uno se lo haga mirar.
Personalmente, considero que la mayor traición de todas es la que se hace una persona a sí misma.
Todos tenemos unas reglas internas que vienen dadas por la educación recibida, el entorno en el que nos relacionamos, la condición sexual, política y religiosa de la que nos sentimos, a veces, reos por conciencia y obligación. Despojarnos de toda esa norma adquirida, lleva tiempo, dedicación y, sobre todo, valor. Cuando conseguimos ver más allá de lo que traíamos instalado de fábrica y somos capaces de discernir entre lo real y lo común, solo entonces si no somos capaces de romper con aquello que nos ataba a un sin sentido, podemos considerarnos traicionados por nosotros mismos.
No obstante, quien no se haya traicionado a sí mismo alguna vez o a un tercero, que no se engañe. Traidores y traicionados, seremos todos, al menos, una vez en la vida.
Mal asunto si empezamos hablando de Oriente, Majestades. Aun así, mi atrevimiento es casi mayor que la ignorancia de la que presumo en estos asuntos de política exterior y en otros muchos, en general, cuando priman -por encima de todo- aquellos intereses ocultos que a los de a pie, nos importa a fin de cuentas, -y perdonen la expresión- un carajo.
Sí. Es envidia pura. Desconozco si es sana o no. Tampoco es que me importe, si llegara el caso. Me fastidia no poder expresar todo lo que pienso y pocas veces siento en todos y cada uno de esos instantes, en los que, arrodillado, indefenso y con la genuflexión de unos párpados cansados de ver tanta mediocridad, que ya es bastante sometimiento, tengo que tragar y contar hasta diez mil antes de que me imagine soltando algún sapo de esos que salen sin previo aviso. Sobre todo, me incomodan aquellos que sostienen una autoridad prestada, de forma senil, torpe y estúpida, acaparando un poder que no les corresponde y que para más inri, se jactan de ello haciendo de la gilipollez, su estado civil.
El gustazo de saberse una mosca cojonera que, incordia a base de cierta combinación de letras de forma aleatoria y a la vez premeditada para completar una opinión desde la poltrona del “me importa todo un bledo”, debe ser a lo máximo que puede aspirar una persona en los tiempos que corren. O eso me parece. ¡Quién pudiera depender de sí mismo para jactarse de ello!
Si me he portado bien o mal, quizás tengan que averiguarlo en ese reducido entorno en el que me muevo con desgana, asqueado de la hipocresía atemporal de las fechas y con cierto reparo a degustar el amargo sabor de sonreír a quien ni lo merece ni es digno como persona de ese favor. Con cierto miedo a contagiarme entre tanta neblina mental, lucho cada día contra ello, sin descanso, recomponiendo lo que se rompe dentro y fuera de las trincheras donde a veces, es bueno refugiarse a pesar del barro y el frío de un invierno perenne.
Solo pido una pizca de un par de condimentos para que la salsa, sazonada a base de oro, incienso y mirra, me regalen un sabor distinto a un paladar demasiado exigente y a la vez exquisito, sin haber probado nunca, o que al menos recuerde, un bocado lleno de altivez culinaria, que espante la desidia, el aburrimiento y la monotonía. Por lo demás, y si se da el caso, agasájenme con lecturas reconfortantes, alguna que otra ola de ilusión y por supuesto, la compañía eterna de una familia creada desde la dificultad que tiene mantener un amor adolescente. Puesto a pedir, si les viene bien, dejen salud amontonada junto al Belén, que ya iremos cogiendo de ella a medida que el tiempo nos encanezca las sienes.
Eso sí, aunque las galletas y la leche no son mías, pues prefiero una infusión bien caliente para aliviar la digestión mental que me provoca la acidez de las fiestas, dejen caramelos en las zapatillas para que los más pequeños sigan creyendo…
Recordando viejas palabras de un compañero bachiller, lejano en el tiempo y a saber si también en la razón, tuve el privilegio de saborear el silencio matutino de los domingos para dilucidar si tal como él creía, las reacciones químicas del cerebro explican todos y cada uno de nuestros actos en la vida. Por aquella época ya le rebatía su teoría, no sin que mis argumentos, fueran tan efervescentes como las hormonas que rodeaban la mente de un adolescente, aprendiz de jardinero, intentando cultivar una rosa entre un jardín de espinas.
Febrero, mes del amor por antonomasia propia o impuesta, nos conduce a un estado mental de romanticismo exacerbado -sobre todo en aquellos que dulcemente embaucados por la flecha de cupido se dejan llevar- que, a veces, se nos vuelve demasiado azucarado, y otras, las menos habituales, fruto de los impulsos más antiguos y banales del ser humano menos racional, nos hace comportarnos como si no hubiera un mañana. Ese instinto que nos diferencia para bien o para mal del resto de las especies, es tan adictivo que pocos pueden frenar la euforia que produce, construyendo una vida paralela a base de castillos en el aire mientras cerramos los ojos y soñamos despiertos. No obstante, siempre hay excepciones y es entonces, cuando el significado de ese sentimiento de color rojo acaramelado toma sentido.
No hay droga más potente, conocida, practicada y adictiva que el amor. Unos pueden buscar un culpable en el destino, y otros, dirán que esa sensación de bienestar, euforia, adicción y huracán de sensaciones hacia otra persona, solo puede venir de alguna sustancia química que hayamos, por error o por convicción, tomado en exceso. Si el destino está escrito o lo escribimos nosotros con cada acción que hacemos, es cosa menor si realmente, nos drogamos a base de sensaciones emocionales.
Cuando te enamoras, la cascada de sentimientos que te inundan, son inexplicables -si eres de los que crees en el destino-. Conectas con una persona y ya no puedes explicarte a ti mismo porqué pasas del control al caos en tu vida, porqué tienes la necesidad de hablar, tocar, acariciar, besar y hacerte parte de su propio yo, aclamando a los siete vientos la necesidad de saberte poseedor de un privilegio que te hace vulnerable y que, a pesar de ser consciente de ello, te rindes como si la vida te fuera en ello. Y es que todo sacrificio, parece poco.
En cambio, para aquellos que perdieron el romanticismo antes de que pudieran ver la luz a través de sus ojos impúberes, la química responsable del sentimiento de enamorarse de otra persona, no va más allá de meter y agitar en una coctelera, la proporción adecuada de energía, excitación y felicidad. Y sí, también tiene su lógica incomprensible si al final del proceso, nos hace estar enganchados de la otra persona.
La culpable que crea la necesidad de estar con la otra persona, sentir placer y euforia, no es otra que la Dopamina. Ese mismo sentimiento lo experimentan ludópatas y drogadictos de sustancias poco recomendables para la salud. Por ese motivo, cuando ésta desaparece, nos jode tanto que aparece el síndrome de abstinencia, la tristeza y una obsesión poco racional. Ese placer, esa euforia, siempre va acompañado de un ritmo acelerado de nuestra patata, la subida de nuestra presión arterial, e incluso llegamos a ruborizarnos, perdiendo el apetito y el sueño. Es entonces cuando entiendes que te has enamorado.
¿Creías que ya había terminado todo?
No.
Es ahora cuando viene lo realmente interesante.
A partir de saberte enamorado, es cuando empiezas a notar que el cielo es más azul de lo normal, que las flores tienen un color más intenso, que el sabor de las comidas es para paladares más exquisitos, que nuestra felicidad y nuestra motivación han tocado techo en la escala del ser humano y todo ello, gracias a la Feniletilamina.
Consideras que dada la situación, qué mejor que afianzar los vínculos con la otra persona, quizás como medida de seguridad o colchón anti-caídas para cuando empiece a descender toda esa cascada inicial de sensaciones. De repente, los abrazos son más intensos, reconfortantes, y todo gracias a la Oxitocina. El roce de los meñiques al andar por la calle, una mirada fugaz en situaciones donde solo el universo de la pareja sabe su significado, un beso apasionado sin final futurible mientras acaricias el cabello o la mejilla de tu otro yo, nos une aún más. Te sientes feliz, sentado, postrado junto a la otra persona después de haberla amado durante horas, o simplemente mirándola mientras duerme. Es quizás de las más adictivas y de las que más daño hace si luego desaparece sin avisar; la Serotonina.
¿Y si los niveles químicos bajan a niveles tan bajos que dejemos de sentir lo que antes era nuestra razón de ser? Pues que caeremos en picado, dejándonos frustrados, ansiosos y tristes, y ante eso, necesitaremos cierto margen de tiempo para que nuestro cerebro lo entienda. Entonces nos podemos plantear si sigues enamorado o realmente solo hay amor, pues ni de lejos, es lo mismo.
No pongo en duda ni discuto que el enamoramiento y el amor sean distintos y que estén causados por reacciones químicas distintas en composición, nombre o cantidad. Considérenme antiguo, romántico, ateo-científico o como quieran llamarlo. Para mí, la fórmula del amor y del enamoramiento solo tiene una fórmula, y esa, está basada en el respeto, la lealtad, la paciencia y la comprensión hacia tu otra mitad, esa que te ofrece lo que a nadie más, esa parte de tu vida que nace, vive, y muere por ti si fuera necesario, sin dilación.
Este febrero que, acuña un día catorce lleno de rosas, besos, champagne, cenas románticas, promesas envueltas en cinta de color rojo y la fusión horizontal de los sentimientos en el mejor de los casos, es un día especial para recordar que tu pareja, tu otra mitad, no solo se merece la atención en un día meramente comercial. Cada mañana, de cada día de cada mes del año, ya sea a través de tus ojos, a través de un gesto, una caricia, una sonrisa o simplemente tu compañía, con una infusión o un café en mano, asomados a la misma ventana y mirando un cielo distinto, compartiendo almohada y sueños, abrazos infinitos y conversaciones eternas entre susurros; ama enamorado sin pensar más allá que tu partenaire, se merece tu mejor química emocional.
Pese a que no podamos hacer nada para arreglar el «tinglao», al menos, no seamos tan obtusos.
Es posible que esta sea una de las reflexiones más antiguas que un ser humano haya podido hacer a lo largo de la historia de la humanidad y que, por ende de la trascendencia que tiene, no viene mal recordarla de vez en cuando. Haciendo memoria, lustro atrás, año más, año menos, una entrevista a José Alberto Mújica ex presidente de Uruguay entre otras muchas cosas- me confirmó lo que siempre había pensado sin preocuparme más allá del momento de incertidumbre que todos tenemos a lo largo del día y que nos da para darle vueltas sin sentido a cosas que tenemos desatendidas.
¿Cuándo se es feliz? ¿Cuándo se es libre? ¿Se puede ser feliz sin ser libre o viceversa?
Si decimos que el dinero no da la felicidad, ni las cosas materiales tampoco -argumento demasiado liviano dadas las circunstancias- mentiríamos si no contraponemos el significado de la palabra felicidad con la de libertad.
Obviamente, y tal como nos envuelve el sistema, si no trabajas, no comes, no pagas, no consumes y casi ni respiras. Nuestra condena diaria de ocho horas -afortunado o desgraciado, según qué puesto y qué retribución se tenga a final de mes-, nos deja ciegos de ver una realidad que medimos en unidad monetaria, sean euros los que nos toca, y no en tiempo.
Compramos el coche que nos gusta, nos hipotecamos hasta la prejubilación, hacemos uso de un sueldo para adquirir el último teléfono móvil, dejamos la tarjeta de crédito casi chamuscada para comprar dos trapitos de aquí y dos de allá, y todo ello, nos convierte kamikazes de nuestra libertad. No pagamos con dinero. Pagamos con nuestro tiempo, ese que pasamos reo de nuestro trabajo, algunas veces ingrato y la mayoría obligados por la necesidad que tenemos de acaparar no solo cosas materiales, sino también relaciones personales.
Todo lo que adquirimos, todo lo que supuestamente nos hace feliz, lo pagamos con nuestro tiempo, lo pagamos con nuestra libertad, esa que tanto deseamos para hacer lo que realmente nos gusta.
Tal cual se describe, la utopía de ser felices y libres es absurda, o al menos, está al alcance de muy pocos privilegiados. Hacer lo que a uno le gusta, cuando guste y encima recibir una retribución por ello, ¿se considera trabajo? ¿se puede considerar como privación de libertad estar ocho, doce o catorce horas divirtiéndose en algo que encima le aporta beneficios económicos?
Un automóvil, suele ser financiado a unos cinco años, lo que supone que el propietario, tendrá que pasar sesenta meses pagando religiosamente una cuota de tiempo de ciento sesenta horas al mes de su vida. Una hipoteca a treinta años, nos resta cincuenta y siete mil seiscientas horas. Si añadimos el teléfono de moda, sumamos entre ciento sesenta y doscientas horas según modelo, y así podríamos estar valorando el tiempo hasta que fuéramos conscientes de que somos tan pobres mentalmente, que solo gastamos nuestro tiempo sin ser conscientes de ello.
Si encima tienes familia y el sentido prehistórico de protegerlos y darles aquello que no tuvimos cuando nos tocaba, sigue latente, entonces date por jodido, porque jamás serás libre, a menos que la varita de la suerte llame a tu puerta con algún premio de azar. En cuanto a lo de ser feliz, que cada uno se lo monte como quiera. Es evidente que, para aspirar a serlo, hace falta algo de «parné», y este no cae del cielo, sino que hay que madrugar para coger el coche que estamos pagando, e ir a tu particular celda diaria, fichar como cualquier reo lo haría en su entrada y salida de libertad vigilada, y esperar que sobre algo de dinero para aprovechar el poco tiempo que nos queda para ser felices.
Lo más cercano a ser feliz y libre, si la salud acompaña y no hay cargas que han vuelto de prestado, se llama jubilación. Hasta entonces, ajo y agua.
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